martes, 26 de abril de 2011

Deponer una persona.

        Ahuyentar a una persona que deseamos cerca, es un placer grato para un masoquista o para un adorador de las escenas melancólicas. Simple es marcar cada sitio con incomodidades para sentir cómo pulula de los alrededores de esa persona el desdén..., apreciado resentimiento. La eterna alegría es un tedio, es un excretor de inapetencia. Debemos destruir cercanías, debemos amedrentar besos y caricias; debemos patear los recuerdos, luego abrazarlos, sonreirles y buscar otros que intentarán torturarnos al pasar si disfrutamos de su creación. Valorizar un ser, un lugar, un ente, es amenazar la individualidad, amordazarla e impedirle expresarse. Los seres pequeños que nos ajustan reemplazan farfullando cánticos alegres a esa solitaria por un gregario servidor anómalo en forma y raquítico en razón: aquél voncinglero de camelos que se manifiesta manipulador y embriagante, quien hace sentir comodidad entre insentibles en una compañía permanente, que de esta sensación él al individuo hace depender.
         Es penoso subordinarse a seres cercanos, es lacerante hacer que permanezcan acompañando una  presencia. Es hiriente para la historia de una vida, para un cuento y para un refrán. La falta de separación produce polígonos regulares que detectamos y podemos seguir, es tan fúnebre, tan imitable, tan predecible.
       Extirpar de la presencia varias personas, no es una empresa tan laudable, como un esbozo puede experimentársele: dejar la dependencia a la masificación y hacerse apéndice de una bisificación...